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el rayo verde

Un caballo de muerte.

Un caballo de muerte.

El listo se desencajaba de risa. Durante años había transformado la inocencia de aquel imbécil en un sentimiento cruento. Desafiaba el listo a su propio atrevimiento y delante de las chicas de la oficina trataba de sugestionarlas en una especie de tribulación literaria. El imbécil no entendía nada y en lo que parecía una pausada reflexión no era sino una tremenda inanición de inteligencia. Las chicas, imbéciles como él, reían las gracias del listo que no paraba de jactarse y de infiltrar sorna en la cabeza de su pobre victima. El misterio del silencio del imbécil lo esclarecía rápido el listo, convenientemente, y mediante breves y agudas representaciones le humillaba como a un perro. A las estúpidas secretarias les impactaban esos signos de virilidad y de implacable autoridad. El imbécil, intimidado, se reencontraba con su triste tarea de almacenero en una etapa de inactividad febril que llegaba a preocupar al jefe de Administración.

El listo en el momento crucial de esta historia sólo pudo sonreír por última vez. El imbécil, en el reparto anual de los sobres del reconocimiento médico, le había regalado al listo un caballo de muerte.

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