Blogia
el rayo verde

El servicio militar obligatorio.

El servicio militar obligatorio.

Cuando fui a Zaragoza a lo largo de un interminable viaje en tren, de los que se llamaban borregueros, quedé anonadado. Fui a hacer el servicio militar, trece meses y aparecí en una estación dónde ya había policía militar esperando a los nuevos reclutas. Con un lenguaje hilarante comenzaron a dar ordenes a todos los que bajábamos de los vagones y a formarnos en lo que era evidentemente un choque surrealista ajeno a todos nosotros. Aquellos momentos de incertidumbre me arrastraron como una corriente impetuosa a la vida marcial, insensible a la ternura. No faltaba de nada en este irremisible viaje, todo se venia abajo. Era una ruptura que alteraba mi futuro.
La propuesta militar era despertarnos de la torrija mental. El traslado en camión hasta el C.I.R. (centro de internamiento de reclutas) nos advertía de lo que pasaríamos el resto de nuestro tiempo durante el servicio militar. El sentimiento nostálgico se me estaba abriendo incesantemente. Recuerdo con restropectiva asombrosa aquellos momentos, cuando entré por la puerta del cuartel y la desgarrada severidad de los soldados veteranos que gritaban a lo lejos: ¡Quintos, vais a morir! La complicada vida se avecinaba en lo más recóndito e insensible de los mundos conocidos, tan crudo que contrastaba con la vida grata anterior junto a mis padres y hermanos.
Nada de esas primeras impresiones negativas se desarrollaron, por suerte. En la enfebrecida acción diaria de formar para comer, para dormir, para despertarse, para ducharse, y demás metamorfosis, nos íbamos igualando los reclutas como en una democracia a los sombríos personajes del oficio de tinieblas, instrumentos de la maquinaria militar. Adoptando otra dimensión que borraba nuestro domestico pensamiento y adquiriendo un nuevo ingenio para afrontar lo aparentemente banal y manipulador éramos números, el 13123. En medio, un mar de historias: pensábamos en nuestros familiares, novias, amigos, en los días que faltaban para jurar bandera, y en saber cuál sería nuestro próximo destino.
Durante cuarenta y cinco días el entrenamiento fue constante y sinceramente, no me llegué a incomodar con el Cetme ni con esta nueva supuesta faceta prosaica de aprender el himno de la Infantería. Se movían ciertas inquietudes en todos nosotros, algunas convertidas en absurdas certezas o en dudas metafísicas.
Los problemas sentimentales cohabitaban con nosotros, en la camareta hablamos de nuestras novias, nos acompañábamos a la ciudad a beber, demasiado unos y otros en contemplación serena de la realidad cotidiana. Algunos acababan en putiferios y los más deportivos se acercaban hasta la Romaleda a ver al Real Zaragoza o permanecían en la biblioteca del C.I.R. leyendo comics. Entre estas inquietudes supimos de nuestro destino, el mío en una compañía de Esquiadores-Escaladores, y la esperada jura de bandera acaeció.
La jura de bandera era un acto deslumbrante, solemne. Era el ejercicio principal de nuestra estancia en el C.I.R. antes de partir hacía nuestro destino final en el cuartel asignado. Solían venir nuestras familias desde toda la geografía nacional con una tradición imposible de imaginar en los jóvenes que no hayan conocido la mili obligatoria. Independientemente de nuestras convicciones éticas o políticas, el servicio militar era eficaz en transformar el lirismo de la juventud y en hacernos eco de muchas facetas humanas insospechadas. En contra de lo que mucha gente piensa, los valores de solidaridad y amistad estaban latentes en todos nosotros y aquí se expelían del bloqueo mental. Algunos no conseguían engarzar estas intenciones pero eso, es otra parte de la historia.
En el refugio de Cerler (Huesca) estuve parte del Servicio Militar, fue mi destino como soldado durante casi un año. La compañía de Esquiadores-Escaladores tenía allí su sede, pertenecía al Regimiento Valladolid 65 y sin grandes pretensiones, aquellos meses que pasé allí fueron agradables y exigentes en la medida justa, en lo que se denominaban los cursos de vida y movimiento en montaña y algunas guardias. Gracias a unos mandos optimistas, aprendí a esquiar y a resolver problemas en la montaña. Antes no conocía para nada este mundo, debuté ascendiendo a las cimas más emblemáticas del Pirineo y saqué ciertos conocimientos técnicos de las disciplinas alpinistas pero sobretodo, percibí a lo largo del tiempo que la naturaleza ofrecía un deslumbrante panorama y un inquietante intercambio de ensueños.
Recuerdo con agrado al Capitán Soroa, personaje genial, de frases tremendamente rocambolescas que eran una vía de escape a las tensiones diarias o al sargento Labisbal, un tipo sin imaginación pero respetado por la tropa por su gran corazón. El tiempo pasaba sin plantearnos el futuro y en la órbita de los espacios grandiosos del macizo de la Madaleta o del Aneto favorecían las conquistas constantes. Muchos nos interesamos por la Geografía generosa y olvidamos los besos robados a la enfurecida juventud. La expansión emocional crecía en los ventanucos de las garitas y las marchas a la frontera francesa ponían el límite a nuestras andaduras. Los gestos imprecisos del principio se tornaban en vitalidad insospechada y el reemplazo sobreviviente estaba preparándose para su final y se acercaba a ese oscuro objeto del deseo del soldado veterano. En este caso, el objeto de deseo era la “blanca”, como se llamaba a la cartilla que te entregaban cuando te licenciabas, cuando por fin salías como civil del cuartel.
Cumplido el cometido, el deber obligatorio, quedábamos preparados para reingresar en la sociedad civil. En la más conveniente sociedad civil.
Sin ocuparme en elaborar ideas antimilitaristas, el cometido y la importancia de los valores adquiridos en aquellos trece meses trenzaron ideas y criterios que no se disolvieron en mí, sino que me hicieron ser más convincente en la defensa del servicio militar como servicio público, sin disparates ni defensas a ultranza. Personalmente mejoré mi capacidad física, mi experiencia positiva. Puede que fuera un periodo en mi vida lleno de emociones subjetivas. Puede que entonces fuera un inconsciente pero tal vez, en algo me fue intenso y satisfactorio. No escogí pasar allí aquellos trece meses, pero dentro de la cuestión me vi de lleno comprometido con una nueva realidad.
A la hora de recolocar unas pertenencias que tengo en una olvidada caja de mi casa aparece la boina que utilicé entonces. En el devenir de mi propio camino, en el destino que me tiene aguardada la vida, me reconforta pensar que allí pasé un hermoso periodo de mi vida y me trae un recuerdo invocador de a cuantos allí conocí. También recuerdo cuando hablaba con mi madre por teléfono en la oficina de la Compañía. La inexistencia de los teléfonos móviles hacían más esperadas esas llamadas, adquirían un protagonismo desmesurado y encantador. La realidad estaba en buscar la verdadera libertad y las metas por alcanzar. Comenzaban otros tiempos para vivir y me hacía demasiadas ilusiones.

2 comentarios

fiorella -

Me gustó mucho tu relato,pero mucho.Un beso

Koldo -

¡Hola, "Elrayoverde": te conozco de "El Hábitat...". Me he metido por aquí por curiosidad...
Cada vez que -algunos- hablamos de la mili... es que tenemos pa rato...
Sólo decirte que, al leerte, me han venido a la memoria, efectivamente, esas mismas sensaciones que cuentas: absolutamente subrealistas, es verdad. Por cierto, ¿a vosotros no os recitaron algún tipo de "mantra" -en la puerta del C.I.R.- en el que TODO acababa con "...pena de muerte"? Querían acojonarnos y nos acojonaban... un poco...
Te sigo leyendo.
Un saludo.