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el rayo verde

Caída de bici.

Caída de bici.

Caída de bici (Étienne Davodeau).

Después del hostión vi la vida oscura por un momento. Salí de casa esa mañana y Waity insistió una vez más, “Ponte el casco”. En mi corteza cerebral tengo un sólido escudo para los golpes y para hacer oídos sordos a los archisabidos consejos. A mi manera hacía caso, como deshojando una margarita, pero aquel día no lo agarré y salí a pelo camino al trabajo. En el viaje de vuelta ocurrió ese inesperado momento y salí lanzado por el aire, quemando metros de acera con mi chupa del Zara, adentrándome en la tensión lírica de las caras de los transeúntes. Una mujer y un hijo lanzaron un grito sordo a raíz del impacto. Por mi mente corrió mi infancia y parte de la conversación en casa, el olor trepidante del café y la sonrisa de los niños. Antes de que pudiera reclamar otros recuerdos, con enérgica violencia, propiné un golpe seco al suelo con la base de la nuca y continué rodando. Alguien a mi lado se quejaba de un brazo. Formaba un misterioso encuadre desde mi posición en decúbito supino, en el cenit tenía un largo recorrido hasta el cielo con numerosas nubes y en la tierra me hallaba rodeado de gente en un gran silencio público. A la hora de evaluar los resultados del accidente, no apuntaba nada mal. Podía mover las extremidades y el cuello. Mi ineludible amigo continuaba quejándose, apoyando ahora su espalda en una farola. Una mujer de ojos verdes me susurro algo y adquirió cierto protagonismo en esta espera. Me dijo que pronto llegaría una ambulancia. A los diez minutos, seguía sin aparecer rastro de ayuda y pude levantarme del suelo. El encomiable vecino descargó sus responsabilidades contra el Ayuntamiento por la manera de gestionar los espacios públicos, y en un momento de descuido desapareció. Miré a mi bicicleta con algunos desperfectos y pude colocarle la cadena que se había salido de su posición. Ojos Verdes no quería dejar que me fuera hasta que no llegaran las asistencias, de mi cabeza brotaba un chorro de sangre y era condición para que no me moviera de allí pero con un relativo equilibrio pude proceder a subirme en la bici y a largarme con un dolor poético en todo el cuerpo.

Cuando llegué a casa me di cuenta que había guardado en mi memoria una infinidad de matices, de una fidelidad sorprendente. En esos detalles precisos asistía, una y otra vez, con mis pensamientos al momento del accidente cuando vi saltar el reloj ruso Vostok que llevaba en la muñeca esa mañana. Rápidamente me eche mano a mi muñeca izquierda, pura realidad material, en una tentativa de que solo fueran imaginaciones pero el reloj había desaparecido. Intenté recuperarlo yendo al lugar, con las estrictas fuerzas lo busqué. Nada. Solo quedaban las huellas, el frenazo y restos de sangre de mi cabeza.

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